lunes, 9 de noviembre de 2009

Un día cualquiera.




Aquella mañana estaba algo disipado, algo más de lo normal, quiero decir; al untar la tostada se me había resbalado la mermelada de la cuchara hasta llegar justamente al extremo inferior de mi corbata. Mientras trataba de limpiarme, había empujado con el codo el café que se había derramado por la barra mojando a la mujer sentada en la esquina opuesta. La mujer miró sorprendida y comenzó a soltar una retahíla de improperios que ni siquiera me molesté en escuchar. Estaba más preocupado por encontrar el modo de disimular la mancha de mi corbata. Y dentro de lo malo, por lo menos no me había manchado de café.

Salí de la cafetería y paré a un taxi. Como todas las mañanas me encontraba puntual a las nueve en la puerta del banco. Saludé amablemente al entrar. La nueva adquisición
de la sucursal era perfecta. Una chica resultona, sin llegar a ser guapa pero agradable a la vista. Calzaba unos espeluznantes tacones de aguja que dolía sólo de mirarlos. Me dirigí como siempre al despacho del Sr. Gutiérrez y tras una superflua conversación sobre el tiempo, el golf y su reciente fin de semana en la playa, comenzamos con los negocios.

Me despedí amablemente al salir y me puse las gafas de sol. En la calle se respiraba un ambiente primaveral. Los estudiantes recién salidos de la Facultad se agolpaban en los bancos de la entrada tratando de robarle al sol sus primeros rayos veraniegos. Me resultaba absurdo, esos cinco minutos no iban a salvar a ninguno de ellos de su pálido color invernal.

Como habíamos acordado, ella estaba allí. Puntual como siempre. Tras otra insípida conversación acerca del tiempo y del golf, había decidido que era hora de empezar a hablar en serio. De comentar aquello que se respiraba en el ambiente pero que ninguno nos atrevíamos a decir. Yo sólo quería estar a gusto con ella, como tantas veces habíamos estado. Pero en este momento no éramos capaces de estar así. Ella estaba convencida de que irnos a vivir juntos no era la forma de salvar nuestra relación. Sin embargo, yo estaba convencido de que era la única forma de pasar más tiempo a su lado; ya que aunque no lo dijese realmente ese era el problema que ella tenía, y en parte, tenía razón.

No llegamos a ninguna conclusión, como otras veces que habíamos intentado hablar del tema. Así que la única forma que ví de salir de esa situación fue decirle que aunque la quería, lo mejor era distanciarnos un tiempo.

Con ese trato, el único que salía perdiendo era yo. Yo no tenía tiempo para salir y andar flirteando con otras mujeres, sabía que había perdido mi última oportunidad de encontrar el amor. Ella sin embargo, era guapa, gozaba de tiempo libre y de gran cantidad de amigas solteronas desesperadas por salir a cazar marido por las noches.

Como habitualmente hacía cuando estaba deprimido fui esa noche al Casino. No era bueno para mí. Solía perder dinero, me emborrachaba y a la mañana siguiente mi lamentable estado no me permitía actuar con normalidad. Pero hoy tenía una buena excusa para hacerlo. Catalina ya no estaba a mi lado.

Curiosamente la noche se me dio bien, demasiado bien diría yo. HABÍA GANADO EN UNA HORA EL GENEROSO MONTANTE DEL SUELDO DE UN MES. Decidí retirarme a tiempo y volví a casa. No estaba demasiado borracho, lo cual me permitía pensar que esa había sido una de las mejores noches del año. Claro, no sabía lo que me esperaba horas más tarde al llegar a casa.

Estaba durmiendo cuando sonó el teléfono; era del hospital. Catalina había muerto en un accidente de tráfico. No sabía qué hacer, todavía estaba borracho, me sentía más solo que antes aunque en realidad me encontrase en las mismas circunstancias, pues ella y yo, ya no estábamos juntos. Sentía tristeza, pero no real. Me parece que en aquel momento todavía no era consciente de la magnitud de la tragedia.

Cogí una copa y salí a la terraza, las baldosas estaban mojadas, había estado lloviendo toda la noche.

Volvió a sonar el teléfono. Pensé que podría volver a ser del hospital, que podrían haberse equivocado al identificar el cuerpo. Intenté correr hacia el teléfono con tan mala suerte de resbalar; intenté agarrarme a la barandilla, que al estar mojada, me jugó una mala pasada y me dejó caer al vacío.

Los periódicos anunciaban a la mañana siguiente mi suicidio pasional, pero realmente no había sido más que el día con peor suerte de mi vida.

H. de C.

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